viernes, 26 de octubre de 2012

Teresita Fernández con sus Bastos oficios y El vaso roto


Teresita Fernández con sus Bastos oficios y El vaso roto

Por Olga Lidia Pérez

Fiel a una práctica que advertía sobre su fe de vida, Teresita Fernández iba entregando sus “posesiones materiales” a los amigos -y en no pocas ocasiones a otros que no lo eran tanto- casi todos sus bienes materiales, incluso parte de su obra y hasta los reconocimientos que por ella recibía. Fue así que un buen día me entregó, cuando todavía habitaba su casa del barrio La Finquita, en el Cerro, dos poemarios suyos hasta entonces totalmente inéditos: “Los bastos oficios” y “El vaso roto”, para que los “custodiara o conservara”.

Y cuando surgió la idea de unas mini-ediciones que caracterizaran a la Casa de la Poesía, a finales de 1998, fueron esos dos poemarios los seleccionados para emprender la aventura. 

No pudimos siquiera consultarle, porque Teresita se encontraba actuando en España, pero digitalizamos los textos y preparamos únicamente cinco ejemplares. El formato era una caja de fósforo: dentro, por supuesto, iban los textos, en páginas sueltas pero enumeradas, mientras que la pieza exterior iba toda cubierta con un diseño que contenía los títulos del libro, el nombre de su autora, el logo de las Ediciones y, en la parte posterior, se hacía saber, entre otros datos, la cantidad de ejemplares y la fecha de edición.

La presentación se realizó el 24 de diciembre de 1998, y con ella se inauguraba también la peña quincenal que le daba nombre, “Como un ave libre”. Aquel primer encuentro, dedicado a homenajear a la gran trovadora cubana que cuatro días antes había arribado a sus sesenta y ocho años.

Tres reediciones llegaron después, de veinte ejemplares cada una, y quedaron completamente agotadas. La biblioteca “Ada Elba Pérez” de la Casa de la Poesía conserva en sus fondos los ejemplares correspondientes. 


En las palabras de presentación a aquella primera edición se afirmaba: 

Para quienes “crecimos con sus canciones”, o incluso para muchos de sus contemporáneos, tropezar con un poemario de Teresita Fernández no es únicamente un acontecimiento fabuloso sino una muy grata y rara sorpresa, de esas que ayudan a alimentar el alma y a fortalecer las piernas para continuar el camino.

Porque esta gran poetisa de la vida logra trasmitir la belleza de la cotidianidad con fuerza y sobriedad, con humor y amor, con la intensidad propia de su gran espiritualidad de ser humano sorprendente y nuevo tras cada verso; porque es, al decir de Fina García-Marruz, fuego, trueno mayor. Y porque Teresita es genéticamente una poetisa que canta o narra; es una poetisa hasta cuando se cuenta a sí misma las enrevesadas y fantásticas historias de su andar nómada y único por sus más de seis décadas de vida; porque Teresita vino al mundo con el don de la palabra, para atraparnos con sus versos como nos atrapa con sus canciones y anécdotas, la Casa de la Poesía, en la voz de su espacio COMO UN AVE LIBRE, ha querido homenajearla en su cumpleaños sesenta y ocho presentando esta mini-edición de cinco ejemplares -¡la primera de nuestra institución!- donde aparecen recogidos dos poemarios, “Los bastos oficios” y “El vaso roto”.

Los poemas que integran el primero tienen el encanto natural de las flores silvestres, las mariposas o las lagartijas; desprenden el olor de la sencillez o de la vida, y nos llevan al encuentro con nosotros mismos. El segundo constituye una joya, muy teresiana, de prosa poética o quizás, de la mejor poesía. Y ambos son, a fin de cuentas, testimonio de la autenticidad creativa y de la sensibilidad artística de esta mujer martiana y cristiana que desde hace ya tiempo dejó su huella inconfundible en la cultura cubana…

Teresita Fernández, maestra, poeta, compositora, trovadora y narradora oral, nació en Santa Clara, el 20 de diciembre de 1930. Su obra musical, sobre todo la dedicada a los niños que ha sido la más difundida, es un magisterio en nuestro país y en muchos otros de Hispanoamérica. Y por el valor incalculable de su legado ha recibido numerosos premios y distinciones, entre ellos, el Premio Nacional de Música 2009, la Orden Félix Varela, la Orden Juan Marinello, el Premio Nacional de Cultura Comunitaria 2002, el Premio Chaman, la Distinción por la Cultura Nacional, la réplica del Machete de Máximo Gómez y la distinción Los Zapaticos de Rosa.

Del primero de los cuadernos, Los bastos oficios, compartimos con los lectores tres de sus poemas, “Barrer”, “Cocinar” y “Lavar”, y del segundo, El vaso roto, “La flor de luz”:

Barrer

¡Qué cetro rítmico la escoba
en el vals cotidiano!
¡Qué inmundicias arrastra
la humilde, la sin queja!
Con cerquillo gastado
y delgadez de rama.
¡Qué abandonada queda
silenciosa
sin más elogio que su ausencia!
Frágil amor
que limpia
el alma de las cosas.

Cocinar

Ya no crepitan
en el hogar antiguo
los carbones ardientes.
El pote abuelo
hirviente me reclama.
Añoro la llama
que coce el alimento
que me alza.
Renovada.
Aprendo tu mudez.

Lavar

Mar pequeño de espuma
soltando al sol
palomas principales.
A la sombra
colores que la luz devora.
Banderas de amor al viento.
Tus olas
golpean la trama.
Oficio de lavar
sea yo la pieza
que espera turno
en la colada.

La flor de luz

La belleza luce más,
cuando no pretende
enfrentarse con la razón.

Y de pronto, la flor de luz se reflejó en el techo. Pensé enseguida en el sol batiendo el agua detenida en algún lugar detrás del muro. La música se elevaba y la flor danzaba a su compás, cristalina, transparente, luminosa como una flor de agua, anémona o vorticela prodigiosa, me quedé suspendida del hilo que me llegaba de la flor de magia.
El disco giraba y el rayo de luz bajaba y luego ascendía y se rompía en flor, una flor única, mía, silvestre, soñada, danzante, pegada al techo. Entonces comencé a jugar con la flor, la luz, el espejo y el disco, que giraba mientras la música ascendía hasta la flor.
Le puse cisnes, caballitos, mariposas en sombra, gaviotas… le puse chispas de colores, piedras que reflejaban la luz y salpicaban
la pared del cuarto como si el polen de la flor mágica se hubiera desprendido y pintara las paredes de colores de niñez, y una bolita azul y otra verde… y entonces te grité casi ahogada de inocencia: ¡He descubierto una alegría!, Una pequeña alegría en un rayo de sol que se fuga.
Entonces hablaste de no sé quién, que tenía un aparato no sé dónde, que hacía más o menos lo mismo, y me preguntaste si no había visto no sé qué cosa donde a los caballos les salpicaba la nieve, y yo grité y grité, porque el rayo de sol se fugaba, porque la flor languidecía...
Y grité, porque toda la nieve que viste caer no sé donde, ni con cuál aparato, había caído sobre mi flor fugitiva que se apagó.
Envejecí de súbito.



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