Teresita Fernández con sus Bastos oficios y El vaso roto
Por Olga Lidia Pérez
Fiel a una práctica que advertía sobre
su fe de vida, Teresita Fernández iba entregando sus “posesiones materiales” a
los amigos -y en no pocas ocasiones a otros que no lo eran tanto- casi todos
sus bienes materiales, incluso parte de su obra y hasta los reconocimientos que
por ella recibía. Fue así que un buen día me entregó, cuando todavía habitaba
su casa del barrio La
Finquita, en el Cerro, dos poemarios suyos hasta entonces
totalmente inéditos: “Los bastos oficios” y “El vaso roto”, para que los
“custodiara o conservara”.
Y cuando surgió la idea de unas
mini-ediciones que caracterizaran a la
Casa de la
Poesía, a finales de 1998, fueron esos dos poemarios los
seleccionados para emprender la aventura.
No pudimos siquiera consultarle,
porque Teresita se encontraba actuando en España, pero digitalizamos los textos
y preparamos únicamente cinco ejemplares. El formato era una caja de
fósforo: dentro, por supuesto, iban los textos, en páginas sueltas pero
enumeradas, mientras que la pieza exterior iba toda cubierta con un diseño que
contenía los títulos del libro, el nombre de su autora, el logo de las
Ediciones y, en la parte posterior, se hacía saber, entre otros datos, la
cantidad de ejemplares y la fecha de edición.
La presentación se realizó el 24
de diciembre de 1998, y con ella se inauguraba también la peña quincenal que le
daba nombre, “Como un ave libre”. Aquel primer encuentro, dedicado a homenajear
a la gran trovadora cubana que cuatro días antes había arribado a sus sesenta y
ocho años.
Tres reediciones llegaron
después, de veinte ejemplares cada una, y quedaron completamente agotadas. La
biblioteca “Ada Elba Pérez” de la
Casa de la
Poesía conserva en sus fondos los ejemplares
correspondientes.
En las palabras de presentación a aquella primera edición se
afirmaba:
Para quienes “crecimos con sus canciones”, o incluso para muchos de sus
contemporáneos, tropezar con un poemario de Teresita Fernández no es únicamente
un acontecimiento fabuloso sino una muy grata y rara sorpresa, de esas que
ayudan a alimentar el alma y a fortalecer las piernas para continuar el camino.
Porque esta gran poetisa de la vida logra trasmitir la belleza de la
cotidianidad con fuerza y sobriedad, con humor y amor, con la intensidad propia
de su gran espiritualidad de ser humano sorprendente y nuevo tras cada verso; porque
es, al decir de Fina García-Marruz, fuego, trueno mayor. Y porque Teresita es
genéticamente una poetisa que canta o narra; es una poetisa hasta cuando se
cuenta a sí misma las enrevesadas y fantásticas historias de su andar nómada y
único por sus más de seis décadas de vida; porque Teresita vino al mundo con el
don de la palabra, para atraparnos con sus versos como nos atrapa con sus
canciones y anécdotas, la Casa
de la Poesía,
en la voz de su espacio COMO UN AVE LIBRE, ha querido homenajearla en su
cumpleaños sesenta y ocho presentando esta mini-edición de cinco ejemplares
-¡la primera de nuestra institución!- donde aparecen recogidos dos poemarios,
“Los bastos oficios” y “El vaso roto”.
Los poemas que integran el primero tienen el encanto natural de las
flores silvestres, las mariposas o las lagartijas; desprenden el olor de la
sencillez o de la vida, y nos llevan al encuentro con nosotros mismos. El
segundo constituye una joya, muy teresiana, de prosa poética o quizás, de la
mejor poesía. Y ambos son, a fin de cuentas, testimonio de la autenticidad
creativa y de la sensibilidad artística de esta mujer martiana y cristiana que
desde hace ya tiempo dejó su huella inconfundible en la cultura cubana…
Teresita Fernández, maestra, poeta, compositora, trovadora y narradora
oral, nació en Santa Clara, el 20 de diciembre de 1930. Su obra musical,
sobre todo la dedicada a los niños que ha sido la más difundida, es un
magisterio en nuestro país y en muchos otros de Hispanoamérica. Y por el valor
incalculable de su legado ha recibido numerosos premios y distinciones, entre
ellos, el Premio Nacional de Música 2009, la Orden Félix Varela, la Orden Juan Marinello,
el Premio Nacional de Cultura Comunitaria 2002, el Premio Chaman, la
Distinción por la Cultura Nacional, la réplica del Machete de
Máximo Gómez y la distinción Los Zapaticos de Rosa.
Del primero de los cuadernos, Los bastos oficios, compartimos con los
lectores tres de sus poemas, “Barrer”, “Cocinar” y “Lavar”, y del segundo, El vaso roto, “La flor de luz”:
Barrer
¡Qué cetro
rítmico la escoba
en el vals
cotidiano!
¡Qué
inmundicias arrastra
la humilde,
la sin queja!
Con
cerquillo gastado
y delgadez
de rama.
¡Qué
abandonada queda
silenciosa
sin más
elogio que su ausencia!
Frágil amor
que limpia
el alma de las cosas.
Cocinar
Ya no
crepitan
en el hogar
antiguo
los carbones
ardientes.
El pote
abuelo
hirviente me
reclama.
Añoro la
llama
que coce el
alimento
que me alza.
Renovada.
Aprendo tu mudez.
Lavar
Mar pequeño
de espuma
soltando al
sol
palomas
principales.
A la sombra
colores que
la luz devora.
Banderas de
amor al viento.
Tus olas
golpean la
trama.
Oficio de
lavar
sea yo la
pieza
que espera
turno
en la colada.
La flor de luz
La belleza luce más,
cuando no pretende
enfrentarse con la razón.
Y de pronto, la flor de luz se
reflejó en el techo. Pensé enseguida en el sol batiendo el agua detenida en
algún lugar detrás del muro. La música se elevaba y la flor danzaba a su
compás, cristalina, transparente, luminosa como una flor de agua, anémona o
vorticela prodigiosa, me quedé suspendida del hilo que me llegaba de la
flor de magia.
El disco giraba y el rayo de luz
bajaba y luego ascendía y se rompía en flor, una flor única, mía, silvestre,
soñada, danzante, pegada al techo. Entonces comencé a jugar con la flor, la
luz, el espejo y el disco, que giraba mientras la música ascendía hasta la
flor.
Le puse cisnes, caballitos,
mariposas en sombra, gaviotas… le puse chispas de colores, piedras que reflejaban
la luz y salpicaban
la pared del cuarto como si el
polen de la flor mágica se hubiera desprendido y pintara las paredes de colores
de niñez, y una bolita azul y
otra verde… y entonces te grité casi ahogada de inocencia: ¡He descubierto una
alegría!, Una pequeña alegría en un rayo de sol que se fuga.
Entonces
hablaste de no sé quién, que tenía un aparato
no sé dónde, que hacía más o menos lo
mismo, y me preguntaste si no había visto
no sé qué cosa donde a los caballos les salpicaba la nieve, y yo grité y grité, porque el rayo de
sol se fugaba, porque la flor languidecía...
Y grité, porque toda la nieve que
viste caer no sé donde, ni con cuál aparato, había caído sobre mi flor fugitiva
que se apagó.
Envejecí de súbito.
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